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CURIOSIDADES | Egipto: dioses y demonios

Seguro que muchos habéis oído hablar de los dioses egipcios. Son tan famosos como desconocidos para nosotros y tan complejos y misteriosos como la civilización que los engendró.

Templo de Karnak

Athor, una mujer con cuernos de vaca, era la diosa de la fertilidad. Pero su ira atraía las catástrofes.


Saknis, la leona, simbolizaba el calor del sol, pero también podía infringir severos castigos con sus rayos abrasadores.


Selkis, el escorpión, su aguijón tenía poder tanto sobre la vida como sobre la muerte.


La dualidad de los dioses era el resultado de la experiencia adquirida a lo largo de años. El Universo tenía una cara buena y una mala. Y para entenderlo, los egipcios hicieron una cosa extraordinaria: convirtieron sus esperanzas y temores en divinidades.


Según la mitología egipcia en el inicio no había ni cielo ni tierra, ni día ni noche, ni vida ni muerte. Solo la oscuridad y el agua primigenias. Después, en un episodio que reflejaba la inundación anual del Nilo, las aguas se retiraron y apareció un poco de tierra que formó el montículo circular de la creación.


De allí surgió Ra, el dios sol, que iluminó el mundo. Este creó las divinidades del aire (Shu) y del agua (Anuket) y separó la tierra (Keb) del cielo (Nut) permitiendo así que se desplegara el resto de la creación.


Aunque hay muchos mitos para explicar la creación, la versión de los egipcios es única. Para ellos, la creación no había sido un hecho aislado, sino un proceso cíclico que se repetía diariamente con la salida del sol.


El mito de la creación se materializaba en todos los templos del Antiguo Egipto. Y es que el funcionamiento de estos templos era muy parecido al de una máquina destinada a mantener el universo en orden y evitar el caos.


Para esto, dos grandes pilonos flanqueaban la entrada a los templos, representando el horizonte. Estaban alineados de tal forma que el sol salía entre ellos y, para alejar el mal, estaban decorados con diversas imágenes del faraón dominando a sus enemigos.


En el interior del templo, bañado por los rayos vivificadores del sol, se abría el patio. Era el último límite para la gente común que no podía ir más allá.


Una rampa conducía a un vestíbulo tenuemente iluminado lleno de columnas con capiteles en forma de papiro y de loto que evocaban las marismas situadas a las orillas del montículo de la creación.


Más allá, estaba el santuario donde la estatua del dios era el centro del ritual sagrado. Todas las mañanas, poco antes de la salida del sol, un sacerdote purificado y cubierto con un traje blanco encendía una antorcha que había de guiarle a través de la oscuridad. En el santuario interior, purificaba el aire con incienso para despertar al dios que residía en un altar preparado para las visitas terrenales.


Entonces se abría la capilla, se descubría el dios y se representaba el momento de la creación tal como había sido en el comienzo de los tiempos.


Para los antiguos egipcios, la aparición del sol recordaba el verdadero significado y misterio del universo, la promesa de la vida y el triunfo sobre la muerte. También marcaba el comienzo y el fin de un viaje.


Todos los días, el dios sol se desplazaba a través del cielo en una barca solar sobre las aguas del Nilo Celestial. Por la noche, volvía a precipitarse en las aguas primigenias del abismo y descendía al mundo inferior. El reino de los muertos.

Templo de Luxor

Ra debía renacer, pero el mundo inferior era un mundo peligroso. Allí le aguardaban huestes demoníacas que querían destruirle. El peor de los demonios era Apofis (representado con una serpiente).


La resurrección del dios, al igual que el resurgir del cosmos, era un concepto básico para la continuación del mundo tal y como lo conocían. La continua lucha de la vida contra la muerte y del orden contra el caos, debía dominar la actividad cotidiana de los antiguos egipcios para ayudar a Ra.


Los grandes templos de Karnak y Luxor son la prueba irrefutable del poder de los dioses que llega hasta nuestros días.

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